Buscar este blog

La plus sombre nuit





El tiempo que hubo de transcurrir hasta que el funeral terminó fue de los más pesados de su vida. Victoire sólo pensaba en huir, huir hasta que los abrazos de la gente ya no la tocasen, hasta que los “lo siento mucho, cariño” no se escuchasen, hasta que todo se callase, hasta que el silencio fuera lo único que reinase. No. Ese no era el plan que el resto del mundo había ideado para ella, pero la joven no pensaba quedarse allí permitiendo que otros escogiesen qué hacer por ella, ni si quiera a su prima. No esperó a salir del cementerio antes de escapar de allí lo más rápido posible, sabiendo que los ojos de más de un pelirrojo estaban puestos en la maraña de pelo rubio que se había convertido, abandonando a todos para dirigirse al único lugar en el que quería estar.

Giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, suelo, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, suelo, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, suelo, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, suelo, suelo, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, giro, suelo, suelo, giro, giro, giro, giro, giro, giro, suelo, suelo, suelo, giro, giro, giro, giro, suelo, suelo, suelo, suelo, giro, giro, giro, giro, giro, suelo, suelo, suelo, suelo. Suelo.  

Una fachada comenzó a abrirse frente a sus ojos, separando las dos viviendas contiguas, sin que nadie se diese cuenta de ello. No se preocupó por disimular cuando sacó la varita dispuesta a abrir la puerta. Después de todo, aquellos viajes a Egipto no habían servido sólo para ir de compras o conseguir un bronceado precioso. No. Los veranos en Luxor también habían dado para que la pequeña Victoire aprendiese de sus padres, para que aquellos maleficios que parecían imposibles de superar al final se conviertiesen en cosas cada vez más sencillas de resolver. La varita apuntaba al pomo de la puerta, teniendo como único propósito el escuchar ese “click” se abriese el número 13.

Después, sólo un portazo, un sordo golpe que seguía a ese ruido de tacones que sólo conducían a una puerta, una puerta al final del pasillo con manchas de pintura en el pomo. Sabía que no debía de entrar allí, conocía de sobra que aquel lugar era el menos indicado para estar, que nada bueno podría extraer de encerrarse entre todos aquellos recuerdos. Sin embargo, eran sus pasos los que la habían guiado hasta ese punto, el único lugar en que sentirse protegida, donde sabía que hacer salir al monstruo no supondría ningún daño. No había nada que reprochar, no había nadie que fuera a decir nada, que fuera a dar una voz más alta que otra si entraba allí. Nadie. Nadie volvería a habitar aquella casa, nadie volvería a usar esos pinceles, nadie se molestaría en poner una cara más en el enorme tapiz de la sala.

- AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

La joven lanzó su varita lejos, los tacones azules, escuchado como estos se estrellaban contra algo, sin importarle lo más mínimo si al impactar contra un lienzo este acabase roto. Los pinceles, los cuadros, todo aquello que sonase al destruirse fue después, como si al destrozar aquel santuario, al mancharlo, al romperlo, al adecuarlo con su alma, liberase la angustia, queriendo que esta desapareciese. La incapacidad de hacer nada, de cambiar lo sucedido consumía día a día el pensamiento de ella. No era como si hubiese perdido a su mejor amigo, era otra cosa, algo mucho mayor. Su alma estaba rota, sus esperanzas medradas, no había futuro. Se había dado cuenta de que no había futuro esperanzador si no había una cabellera azul a su lado. Se negó durante años que aquello que la unía a Edward fuera más que una gran amistad. Y ya era tarde, desde que se fue ya no había posibilidad; aunque una vida en la que Lupin estuviese intermitentemente, si él era feliz, no parecía tan mala vida. Sólo que ya no había posibilidad de ningún escenario al que enfrentarse.

De golpe cayó al suelo, con las manos tapándose la cara, sin poder controlar esas lágrimas que resumían un dolor que no podía controlar, que se escapaba de su razón, que no podía controlar; que no sabía cómo controlar. Estaba rendida ante sus sentimientos, ante su corazón, ante la parte más irracional que en ella había. El dolor era demasiado grande, demasiado intenso. Aquellas promesas autoimpuestas se habían acabado por eliminar, por consumir dentro de sí. Y a cambio, su inconsciente, su alma aún guardaba aquel instinto que le llevaba a buscar la magia que allí quedaba, acercando hasta ella un pequeño cuaderno a medias que levitaba junto a un maltrecho y sucio lapicero.

Sabía qué tenía que hacer, por qué estaba allí, no podía permitirse que todo recuerdo de felicidad en aquella casa quedase olvidado. Y si bien ella no se distinguía por la calidad de sus dibujos, quién allí vivió sí que lo hizo.  Entre aquellas páginas había miles de retratos, algunos esbozos, otros completos, pero sólo quería encontrar aquellos que necesitaba, cuatro personas que faltaban entre aquellas caras tejidas en la pared. El cuaderno pasó al suelo y al final Victoire acabó dirigiéndose al escritorio, pasando encima del destrozo que ella misma había generado, inmutable ante la madera que se clavaba en sus pies, ante la sangre que quedaba tras sus pisadas. No. No había dejado de llorar, de sentir su peso hundiéndose a cada instante; simplemente estaba focalizando ese dolor a intentar honrar a quién ya no podría hacerlo por si mismo.

Papel a papel, lámina a lámina, aquello que buscaba empezaba a descubrirse, logrando encontrar a quien debía, sólo una cartela era necesaria para completar su tarea. Arrancó una hoja de un cuaderno, la primera que vio limpia, rompiéndola a su vez en cinco pequeños pedazos sobre los que a pluma escribió cinco nombres: “Andrómeda Tonks”, “Edward Tonks”, “Nymphadora Tonks”, “Remus Lupin” y “Edward Teddy Lupin”.

Habiendo recogido su varita del suelo y llevando todo lo necesario consigo, sólo caminó hasta el gran salón, buscando por entre las manchas de quemado aquella en la que colocar los retratos de Edward había realizado de sus abuelos, de sus padres… Eso era lo sencillo, situar a gente que aún seguí viva, Andrómeda fue la menos dolorosa de fijar con magia allí, después todo fue a peor, el rostro tan jovial del señor Tonks, parecía que aún se estaba riendo de alguna broma de Teddy; después sus padres, Tonks y Remus, personas que siempre estuvieron presentes, entes que cuidaron de su hijo todo lo que pudieron, con todo el cariño del mundo, pero que no compartieron ni uno de los instantes de felicidad del joven. Y por último, el letrero de Edward, sólo un nombre, sólo eso. No por falta de imágenes, sino por la angustia que suponía verle situado en el tapiz de su familia, en el lugar que le correspondía por derecho. No quería dejarle así, sin cara, pero ella no sabía pintar, aún se acordaba de las tardes pintando de pequeños en las que sus torpes manos acababan por manchar y destrozar todos los grandes dibujos de él.

Aún que si había un dibujo que Victoire no destrozó, fue una de sus primeras noches fuera, cuando llegó a Francia. Todo recuerdo que le trajese a Edward se había quedado en Shell Cottage, y la angustia de no saber nada de su amigo, de no volver a hablar con él se volvieron en su contra. No era un retrato, ni si quiera un buen dibujo, más bien era un rostro estereotipado sobre el que destacaba una mancha azul que hacía las veces de pelo. Aquel pequeño boceto, ese instinto de tener algo consigo de todo lo que dejó atrás siempre fue con ella, sobre todo en los momentos complicados, oculto bajo el camafeo que posteriormente le regalaron sus abuelos maternos. De allí lo sacó, ampliando el plegado trozo de papel casi roto hasta que el rostro apareció. No era la mejor de las opciones, lo sabía de sobra; pero nadie volvería para encargarse de bordar aquellos rostros y nombres en el tapiz. Nadie volvería para contemplarlo, nadie más que ella. Aquella casa se había abandonado después de la segunda guerra mágica, y volvería a quedar abandonada de nuevo.

La mano temblaba al sostener la varita entre los dedos, intentando fijar aquella imagen de una niña solitaria en medio de un montón de caras que la observaban y juzgaban por atreverse a romper la perfección del linaje que allí se plasmaba. En su dolor, falló en más de una ocasión, golpeándose a si misma con el hechizo, profiriendo un par de quemaduras en su mano contraria, en cambio… no dolía, nada era comparable al dolor que sentía desde hacía semanas. Se sentía culpable por todo, por ser quién le hubiese cortado las alas, por ser quién le generase tanto dolor. Y a pesar todo, nunca la odió; esas palabras escritas en una carta de despedida, en un último resquicio de cariño, de aprecio, de ¿amor?

No lo sabía con exactitud, como tampoco sabía por qué acercó uno de los pesados sillones para sentarse frente aquellas nuevas imágenes tan discordantes en el tapiz de los Black. Tan anacrónicas, tan chirriantes, tan Edward que el recuerdo de él regresó, regresó para abrazarse a la joven rubia y ahogarla. Impidiendo que con las simples lágrimas que caían por sus mejillas fuera suficiente para que el dolor cesase. Entre sollozos, dentro de aquella enorme casa abandonada, pronunció las dos palabras que más le aterraban, aquellas ante las que no había una marcha atrás, total, la vida no le permitiría dar marcha atrás.

- Te quiero 




No hay comentarios:

Publicar un comentario